Lunes 9 de setiembre de 2013
Esteban Guevara/FBNET
Hoy 9 de septiembre Costa Rica celebra el Día del Niño. Tradicionalmente en el país los infantes reciben un obsequio, el cual bien puede consistir en golosinas o algún juguete. Después de Navidad, posiblemente este día sea el segundo preferido de la niñez costarricense, cuya inocente visión del mundo se ve recompensada con una ocasión más para disfrutar la enorme bendición que significa vivir la más hermosa etapa del desarrollo humano: ser niño.
Al tiempo que nuestros hijos, sobrinos, nietos, y demás pequeños allegados estrenan con ansias su nueva preciada posesión –trátese de una bola de fútbol, un carrito miniatura, un soldadito, un nuevo juego para el Play-, nosotros, los que ya hace años dejamos atrás esos lindos tiempos, aprovechamos la ocasión para recordar los más gratos momentos que pese a las décadas de diferencia con el presente, aún seguimos atesorando en nuestra memoria. De tal forma, decidí dedicar las líneas de esta columna para compartir con usted, fiel lector, algunas de mis experiencias de chiquillo mejenguero, como llamamos en Costa Rica a los más jóvenes seguidores-practicantes de fútbol. Posiblemente usted se identificará con algunas de las vivencias que a continuación voy a referir, pues aunque sus primeras patadas y carreras detrás de un balón hayan sido en improvisados escenarios distintos a los míos, al fin y al cabo usted y yo indudablemente compartimos algo: la enorme alegría y satisfacción que significaba jugar bola cuando éramos niños…
Recuerdo lo mucho que me gustaba la mejenguita. Si me encontraba en la escuela, apenas sonaba el timbre del recreo corría –¡literalmente corría!- junto a mis compañeros de clases hacia el lugar donde se llevaría a cabo la contienda: el pequeño espacio de zona verde (o más bien café, puesto que sus partes enzacatadas eran menos que las de tierra descubierta debido al excesivo uso que le dábamos a aquel terreno); y si la lluvia impedía salir allí, entonces alguno de los corredores de la infraestructura terminaba siendo el campo “oficial” de juego. Un bulto por poste y el marco estaba listo. Claro, este carecía del tubo horizontal, por lo que un remate a mediana altura siempre era el detonante de una obligada discusión entre ambos equipos; -¡Golazo legítimo, mae! -¿Está loco? La voló, ¿no está viendo? Sin embargo el escaso tiempo que nos brindaba el recreo no permitía extender la disputa verbal, de tal forma el más débil de los querellantes finalmente aceptaba la posición de su contraparte y el duelo deportivo continuaba.
Los sábados y domingos la mejenga se armaba en mi casa. Gracias a la vida y a mis padres, en el domicilio donde crecí había una pequeña canchita como para fútbol 8, que complementada con unos marquitos de hierro que mi papá mandó a hacer, más unas redes amarillas que les colocó, y ocasionalmente dimensiones marcadas con cal, se convertía en un casi perfecto campo miniatura de balompié para desarrollar las mejores justas infantiles de mi barrio. La escogencia de jugadores era todo un ritual: par o non, y el informal draft le iba dando forma a los equipos. Ya todos sabíamos quiénes serían las últimas fichas en ser elegidas, incluso ellos mismos lo sabían, lo cual no era impedimento para que se colocaran de primeros alrededor de los “seleccionadores” con el fin de que, por una vez en la vida, no los dejaran de últimos… De viejo uno llega a comprender esa sabia sentencia de los adultos: “los niños sí que son crueles”…
En otras ocasiones, me acuerdo que algunas tardes de época escolar -junto a los amigos cuyo horario lectivo mañanero coincidía con el mío- o en vacaciones, jugábamos metecinco, casi tan tradicional en el lúdico fútbol infantil como las liguitas. También jugábamos series (o como les llaman en Argentina: jueguito), pero yo no era muy bueno para este último, ni para las jupitas. Varios de mis amiguitos eran bastante buenos para dominar la chocobola –término que las actuales generaciones no emplean-, podían hacer 150 series al mejor estilo del espectacular freestyle de Kika Poll, que en aquellos tiempos tenía como máximo exponente al famoso Tango, habitual showman de los parques públicos josefinos de entonces.
Para jugar metecinco, yo sacaba mi álbum de Italia 90′, y antes de empezar tan disputadísimos encuentros, todos escogíamos cuál futbolista íbamos a ser: Jurgen Klinsmann, Gary Lineker, Careca, Claudio Caniggia, o los exóticos Kim Jo Sung o Cyrille Makanaky (recuerdo que estos dos últimos eran respectivamente el único coreano con pelo largo y el camerunés con trencitas); y si se trataba de elegir un portero: Nery Pumpido, Walter Zenga, Michel Preud’homme, Tony Meola… Ah, y yo nunca permitía que escogiéramos jugadores de Costa Rica porque no estaba bien anotarle o ganarle a nuestra Sele…
Amigo lector, usted que siente el fútbol como yo, comprende con nostalgia cómo disfrutábamos pasar horas jugando. Hubiera un fuerte sol, o llovizna (o aguacero cerrado si no estaba en casa mi mamá), no escatimábamos oportunidad para darle bola… Y si había que suspender el enfrentamiento por tener que ir a almorzar, en menos de diez minutos consumíamos esa comida para salir tan rápidamente a jugar, que ni siquiera le agradecíamos a nuestra madre por esos alimentos… Uno se volvía a calzar los tacos o tennis mientras aún masticaba el último bocado, y de nuevo a jugar. Muchos de mis amigos ya estaban esperando en el portón de mi casa, lo cual significaba que ellos también deglutían muy rápido.
Como a las 5:30 empezaba a oscurecer, entonces forzosamente teníamos que suspender la actividad futbolera de ese día. Claro, no faltaba quien exclamara: «-Pero qué es el miedo, todavía se puede ver…» Y hábilmente acotaba: «-Bueno, retirada vale gane!» Otros como yo pensaban: «Charita, si hubiera luces para jugar de noche como en la Cueva…» Seguidamente todos nos íbamos a nuestros respectivos hogares a cenar. Ninguno de nosotros se quejaba de lesión alguna, ni siquiera del mínimo dolor… Los carajillos son como de hule, decían los abuelos. Nadie pensaba en apelar ningún resultado, ni cómo conseguir dinero jugando, tampoco tenía cabida en la cabeza alguna maliciosa intención de cobrarse alguna fuerte entrada… no, todos llegábamos felices a nuestras casas, comíamos, veíamos El Chavo del Ocho y nos dormíamos temprano, al tiempo que repasábamos en la mente las mejores acciones del día: el mejor golazo, la mejor atajada, el casi casique dejó vibrando alguno de los travesaños… Todos felices, porque sabíamos que unas cuantas horas después estaríamos haciendo otra vez lo que más nos gustaba: ¡mejenguear!
Usted que jugaba en la plaza del pueblo, en la playa, en la propia calle, en el potrero más cercano, en el planché del barrio: ¡qué dichosos fuimos! Disfrutamos vivencias únicas, de esas que valen más que cualquier dinero en el mundo. Ahora nuestros retoños son el reflejo de nosotros mismos. Cada uno de esos pequeñines que con un balón en la mano caminan hacia el próximo campo improvisado, cada uno de esos pequeños mejengueros, son el respetable lector, son el autor de esta columna, son nuestros amigos de infancia, nuestros compañeros de la escuela… A todos ustedes les envío un sincero abrazo, y finalizo: ¡feliz Día del Niño!
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